Las aventuras del abuelo Cebolleta, y el mito de la errata eterna (II)
Para no alargarme eternamente, “a las cabañas subí, a los palacios baje”... las erratas son eternas pero, ciertamente, hay sistemas para reducirlas al mínimo posible.
Uno de los mayores problemas, de siempre, está en que “los de letras” nunca se llevan bien con las máquinas. Es más, a poco que seas capaz de saber si un documento cabe o no en un disquete, ya eres “el informático”, y eso es muy, muy malo, porque va contra todos los tabúes de la tribu.
Por centrarme sólo en el aspecto editorial de libros, el tamaño de la empresa importa, y mucho. Primero porque las grandes no ahorran en lo que es más barato, los correctores, pero sobre todo porque hay “compañeros” capaces de leerse libros que no son suyos para en alguna reunión soltar, como quien no quiere la cosa “por cierto, el otro día en el libro de Pepito encontré una errata de lo más graciosa...”.
Las pequeñas son otro mundo, marcado sobre todo porque el dueño de todo el cotarro está mucho más presente e, incluso, a veces hasta trabaja de forma “manual”, es decir, intenta estar en todos los detalles. Pero no conozco a uno solo que no dependa de su experiencia anterior a la hora de organizar su empresa, y lo normal es que no haya sido en producción. Aún peor, sí tiene experiencia en la creación técnica de un libro, sabe lo que es una imprenta, maneja un teclado con más de dos dedos. Entonces aún es peor, porque se habrá quedado anclado en lo que aprendió en su juventud, y aunque apruebe algún nuevo método moderno, al final si algo ha ido mal la culpa será de “los ordenadores”...
El mejor escenario posible: Que el editor, (es decir, el responsable de la edición, de empleado mileurista a empresario) no tenga ni zorra idea de la materia que trata el libro. Contratará al traductor más caro. Lo leerá cincuenta veces, pagará los asesores necesarios, moverá Roma con Santiago y lo comprobará todo las veces que haga falta.
El peor: el editor cree que entiende; como sabe la diferencia entre "romanas" y "egipcias", le encanta esto moderno de poder emplear a la vez cincuenta tipos de letra. Como los programas tienen corrector ortográfico, los libros se corrigen solos, y si no contrata a ese sobrino que le ha salido gafotas. Cuando ve problemas, se va al extremo contrario y contacta con la empresa de preimpresión (perdón, la “fotomecánica”, cuando no la "fotocomposición" o, más sencillamente, el “taller") más grande que encuentra, sin importarle convertirse en su cliente más pequeño.
Otro problema está cuando un saber no se reconoce como “especializado”, como pasa con la historia militar en la colección de Crítica “Memoria Crítica”. Si alguien encontrase una errata en alguno de sus libros de ensayo “serio” rodarían cabezas. Pero si es de batallitas ni se enteran.
Por el contrario, cuando sí se considera como un ámbito especializado (como la colección Grandes Batallas, de Ariel) resulta más difícil encontrar errores. Lo gracioso del asunto es que ambas editoriales son de un tamaño respetable, y pertenecen al mismo grupo.
Todos los editores (empleados ascendidos, o empresarios emprendedores) han cometido errores en sus primeros libros. (por no decir: todos los humanos solemos equivocarnos la primera vez que hacemos algo). Curiosamente los que vienen de un ámbito más amateur (libreros, escritores, inversores...) sólo se equivocan una vez, y aprenden en seguida de sus errores. Los demás insisten una y otra vez en los mismos hábitos de trabajo porque claro, son más “profesionales”, y se fían más de “su ojo” y de “su gente” cuando le dicen que se fue la luz, y que por eso la mitad de las correcciones se quedaron “en el tintero”. Algunos pensarán que un libro puede tenerse en preparación todo el tiempo que haga falta, no es un diario o una revista con horas fijas de entrega; pero las editoriales también se deben a sus planes de producción. El cierre en un diario es tema de unas horas, el de un semanario uno o dos días, pero las editoriales se rigen por planes anuales y el "cierre" suele durar dos-tres meses, en los que algún título termina saliendo a trancas y barrancas. Todo esto no tiene que ver nada con el precio final del libro, a no ser que la editorial sea muy, muy pequeñita, pero eso ya lo dejamos para otro día.
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